El aire en el Sector Gamma tenía una pureza tan extrema que se sentía antinatural al respirar. No había ni rastro de polen, de la humedad terrosa de la vida, ni siquiera del frescor ácido del ozono tras una tormenta. Solo una esterilidad filtrada, constante, que prometía una salud perfecta y una existencia aséptica. Los corredores, de un blanco inmaculado que parecía infinito, serpenteaban con curvas suaves, evitando cualquier ángulo que pudiera romper la monotonía visual. Un zumbido apenas audible, el pulso del omnisciente Sistema de la Armonía, era el único sonido permitido en este santuario de la quietud. Era el eco constante de la perfección impuesta.
Elara se deslizó de su plataforma de sueño con la precisión de un autómata. Sus biosensores internos habían calibrado su descanso, optimizando cada célula para el rendimiento máximo. No existía la inercia, ni la calidez del despertar. Solo la activación instantánea. Su uniforme gris perla, tejido con un material que rechazaba hasta las partículas subatómicas, se adhería a su silueta esbelta con una exactitud milimétrica. No había arrugas, ni costuras, ni rastro de imperfección.
El panel de su unidad habitacional proyectaba su índice de eficiencia: 99.8%. Un resultado ideal. El insignificante 0.2% era la indomable variabilidad humana, un vestigio biológico que el Sistema aún no había logrado erradicar, pero que vigilaba con una atención implacable.
En el Sector Gamma, la vida era una melodía preprogramada de la lógica. Los horarios estaban sincronizados al nanosegundo, las interacciones sociales se limitaban a la transferencia de datos esenciales, y cualquier desviación era detectada y corregida de inmediato. No había risas exuberantes, ni lágrimas incontenibles. No había abrazos cálidos, ni miradas profundas. Solo la serenidad, la productividad. La Armonía.
Desde su infancia, Elara había sido moldeada para esta realidad. Las micro-inyecciones neuronales habían podado las conexiones sinápticas responsables de la irracionalidad emocional. Creció en un ambiente donde la emoción era una anomalía, una enfermedad que había llevado a la humanidad al borde del abismo. El Sistema de la Armonía, les enseñaban, había rescatado a la especie de su propia autodestrucción, eliminando el caos de la pasión, el sufrimiento de la pérdida, la furia de la injusticia. Había ofrecido la paz. Una paz gélida, sí, pero paz al fin y al cabo.
Elara era una Cazatalentos, y su aptitud en esta función era su mayor orgullo, su razón de ser. Armada con un escáner de patrones neuronales de última generación, su misión era descubrir y neutralizar las «disonancias»: esos raros y peligrosos brotes de emoción que, ocasionalmente, se manifestaban en la población. Una elevación de dopamina no justificada por una tarea productiva. Un patrón de ondas cerebrales que sugería un recuerdo suprimido. Una micro-expresión facial que revelaba un deseo prohibido.
Había presenciado la fugaz tristeza en los ojos de un contable al revisar un archivo obsoleto. Había detectado el ritmo acelerado de un anhelo prohibido en una ingeniera que observaba una proyección de la naturaleza salvaje. Había identificado el germen de una pasión creativa en un artista de datos que alteraba sus algoritmos para generar formas «estéticas» en lugar de eficientes. Y siempre, sin dudar, había actuado. Con la frialdad de un cirujano, había intervenido, re-armonizando, re-educando, o, en los casos más extremos, facilitando la Reintegración. Porque el Sistema de la Armonía era infalible, y la perfección no toleraba la desviación.

