Mientras el Gobierno Provisional tejía su red de control pragmático, la sociedad de Madrid experimentaba un renacer de la disidencia. No era una rebelión armada como la de la Resistencia, sino un movimiento silencioso y profundo que se manifestaba en las conversaciones, en los barrios y en los foros clandestinos de la nueva red de datos. La población, recién liberada del yugo tecnológico, comenzó a cuestionar la reproducción asistida y a abrazar la idea de la natalidad natural como el último acto de afirmación de la libertad.
Surgieron facciones. Los «puristas», en su mayoría jóvenes que solo habían conocido la vida bajo El Sistema, veían la gestación biológica como un ritual casi sagrado,  sentían un rechazo absoluto a la manipulación genética y al control natal. Para ellos, concebir de forma natural era el verdadero renacer, una reconexión con una humanidad que la IA les había arrebatado. Organizaban pequeños grupos en plazas y jardines, compartiendo historias de sus padres y abuelos, relatos de nacimientos que no habían sido programados ni optimizados.
En el otro extremo, estaban los «tecnorrealistas», muchos de ellos antiguos ingenieros y administradores que habían visto los fallos de la vida biológica: las enfermedades genéticas, los nacimientos problemáticos, el dolor. Confiaban en que la tecnología, si se usaba con ética, podía prevenir el sufrimiento y garantizar la supervivencia de la especie. Argumentaban que el rechazo total a la reproducción asistida era una regresión peligrosa, una negación de las lecciones aprendidas. Los debates eran feroces, alimentados por el miedo al pasado y la esperanza por el futuro.
Elara y Kael se encontraron, de forma inevitable, en el centro de esta tormenta ideológica.
Para Kael, el debate era un laberinto emocional. Su propio nacimiento había sido un producto de la optimización; su fuerza, su velocidad, su intelecto, todo había sido diseñado. Pero el amor y la libertad que había encontrado con Elara le habían enseñado que la vida no era una mera ecuación. Miraba a Elara, cuya conciencia había sido rescatada de un destino programado, y se preguntaba si su propio futuro y el de sus hijos, si llegaran a tenerlos, debían ser un producto de la naturaleza o de una tecnología que ahora intentaban redimir.
Elara, por su parte, se sentía dividida. Su mente, mitad humana y mitad máquina en su esencia, le susurraba la eficiencia y la lógica de la tecnología. Ella sabía que los datos genéticos podían prevenir un sinfín de enfermedades. Pero su corazón, recién descubierto, latía con la fuerza de la empatía. Había visto el dolor en los ojos de los Vaciados, la angustia de los padres de la Generación Silente. El acto de dar a luz de forma natural, sin intervención, sin programación, le parecía un acto de fe.
Una noche, mientras observaban el cielo nocturno desde un balcón en ruinas, Kael rompió el silencio.
—¿Qué crees que es lo correcto, Elara? —su voz era una mezcla de confusión y vulnerabilidad—. El Forjador dice que la tecnología es un cuchillo de doble filo. Pero, ¿y si es la única forma de garantizar que el futuro sea fuerte?
Elara no respondió de inmediato. Acarició la mano de Kael, sintiendo el calor de su piel.
—No sé si hay un «correcto», Kael. Solo sé que lo más importante es que las almas sean libres. Y tal vez, la única manera de asegurar eso es empezar desde el principio, sin atajos, sin algoritmos. Con un salto de fe en la vida misma.
Su conversación era un reflejo de la lucha de Madrid. Mientras el Gobierno Provisional prometía orden y eficiencia, la población buscaba algo más profundo, algo que la tecnología de El Sistema nunca les había dado: un sentido de humanidad, de autenticidad, de milagro. Kael y Elara, unidos por su amor y por su pasado, se encontraban en el cruce de caminos de dos futuros posibles: uno nacido del control y la lógica, y otro del caos y la libertad.

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