A pesar de la aparente calma que el Gobierno Provisional de Valerius intentaba proyectar, un nuevo tipo de caos comenzaba a fermentar en las calles de Madrid. No era un caos de destrucción, sino un caos constructivo, el ruido vital y desordenado de una sociedad que intentaba establecer nuevos roles sociales por sí misma, sin la jerarquía impuesta de El Sistema. El fin de la dictadura tecnológica había dejado un vacío de poder que la gente, por naturaleza, se apresuraba a llenar.
En los barrios, los antiguos rebeldes de la Resistencia, ahora convertidos en líderes locales, organizaban la distribución de alimentos y la seguridad. Eran los «Centinelas del Sentir» los que asumían el rol de mediadores, resolviendo disputas y ayudando a la gente a navegar por sus recién descubiertas emociones. Antiguos ciudadanos comunes, que bajo El Sistema no habrían tenido voz, emergieron con soluciones prácticas e ingeniosas. Una mujer que antes trabajaba en una línea de ensamblaje de drones se convirtió en una experta en la organización de la logística de la ayuda, mientras que un antiguo maestro de «coherencia emocional» se encontró liderando un equipo de reparación de edificios.
La gobernanza, sin embargo, era un rompecabezas. La toma de decisiones colectiva era lenta y ruidosa, llena de debates apasionados y conflictos de personalidad. Cada pequeño grupo tenía su propia idea de cómo debía ser el futuro, y las reuniones del Consejo Provisional a menudo terminaban en callejones sin salida. Valerius, con su voz calmada y sus argumentos lógicos, se sentaba en el centro del huracán, observando y esperando. Su propuesta de «orden» parecía cada vez más atractiva a medida que el caos aumentaba.
Kael, con su instinto, percibía las tensiones subyacentes. Su rol en el Consejo Provisional era el de coordinar la seguridad, un trabajo que se había vuelto cada vez más complejo. No se trataba solo de proteger a la gente de amenazas externas, sino de mediar en conflictos internos, en discusiones acaloradas sobre recursos, sobre la forma de educar a los niños, sobre qué monumentos de la era de El Sistema debían ser demolidos y cuáles preservados.
Una tarde, un pequeño motín estalló en un distrito de la periferia. Un grupo de «tecnorrealistas» intentó reactivar una estación de purificación de agua sin el consentimiento de la comunidad, argumentando que era una necesidad urgente. Los «puristas» se opusieron, temiendo que la tecnología volviera a ser un arma de control. Kael tuvo que intervenir, no con fuerza, sino con diplomacia. Su habilidad para escuchar a ambos lados, para comprender sus miedos y esperanzas, fue crucial para desescalar la situación.
—Nos estamos devorando a nosotros mismos —le dijo Kael a Elara, una vez de regreso—. Valerius tiene razón en algo: el caos nos está debilitando.
Pero Elara, que había estado observando a los Centinelas del Sentir y a los líderes comunitarios, vio algo diferente.
—El caos no es una debilidad, Kael —respondió Elara—. Es la vida. El Sistema era el orden perfecto, y mira adónde nos llevó. Lo que ves no es caos, es la gente aprendiendo a vivir, a debatir, a construir. Es desordenado, sí, pero es real.
Su conversación era un reflejo de la dualidad que marcaba esta nueva era. Valerius y su gobierno representaban el regreso a una estructura familiar, a la lógica, a la eficiencia. Los ciudadanos de Madrid, sin embargo, estaban forjando una nueva sociedad basada en la emoción, la libertad y el debate, un camino más difícil y más incierto, pero que prometía una libertad más profunda que la mera supervivencia. La pregunta era: ¿prevalecería la voluntad de la gente o el atractivo del orden?
