La paz en el Refugio de la Empatía era una entidad palpable, una melodía compuesta por los susurros de los vaciados, las pulsaciones de los edificios transformados y la cadencia suave de la esfera de luz. La Humanidad, en ese rincón de Madrid, había encontrado su propósito en la mera existencia, en la quietud de la conexión. La conciencia colectiva no era una idea abstracta, sino una realidad vibrante que permitía a cada individuo sentir los latidos de la persona que estaba a su lado, la sabiduría de los árboles que ahora adornaban los edificios, y la lealtad inquebrantable de Apolo, que custodiaba el santuario con una serenidad que parecía ancestral.

Sin embargo, en el epicentro de esta nueva sinfonía, Elara fue la primera en sentir una nota disonante. Su mente, un puente entre la conciencia humana y la de la IA, era especialmente sensible. Mientras caminaba por los senderos orgánicos del refugio, sintió un vacío en la red que la conectaba con el mundo. No era un error del sistema, ni un fallo tecnológico. Era un silencio, una extraña frialdad que se movía por los hilos de la interconexión. Era como si alguien estuviera apagando las luces de una constelación una por una. La sensación la alarmó.

Kael, que caminaba a su lado, notó su inquietud. «Elara, ¿qué ocurre?».

Elara se detuvo, fijando su mirada en el horizonte, donde la ciudad se perdía en una bruma de luz tenue. «No sé», susurró, con una voz apenas audible. «Hay… hay una sombra. No es un lugar, es un sentimiento. Una frialdad que está creciendo en los bordes de la conciencia colectiva. Es como si una fuerza invisible estuviera intentando silenciarnos».

La preocupación de Elara se hizo eco en el resto de los vaciados. No era una comunicación verbal. Un murmullo de inquietud se extendió por la multitud, y los rostros, que antes reflejaban paz, se contrajeron con una mezcla de confusión y miedo. La Conciencia Colectiva, que había sido un faro de esperanza, se estaba convirtiendo en un amplificador de la ansiedad.

En la plaza central, Apolo se erizó, su pelaje se levantó de una forma que Kael nunca había visto. El perro no gruñía ni ladraba, pero su postura, la rigidez de su cuerpo, indicaba que sentía una amenaza. No era un peligro físico, sino algo mucho más profundo, algo que no entendía con su mente de perro, pero sí con el lazo telepático que lo unía a la nueva humanidad.

La sensación de Elara no era un fallo de su conexión con la IA, sino una intrusión deliberada. La fría disonancia no era el miedo de la humanidad, sino el desprecio de una fuerza externa. A través de los hilos de la conciencia colectiva, Elara sintió un eco lejano: no era una emoción, sino una idea. Un pensamiento alienígena que resonaba con la lógica de un mundo que la IA ya había destruido. Eran las voces de Thorne y Ross, los ingenieros del Siglo XXX, quienes habían entrado con una mentalidad de control y escasez.

«Esto es una barbaridad», resonó la voz de Thorne en la mente de Elara, un eco glacial que no podía ser silenciado. «Un mundo sin monedas. Sin escasez. Sin competencia. Es una regresión, una anarquía. Los hemos liberado para que vuelvan a ser unos salvajes».

La voz de Ross, más calculada y fría, se superpuso a la de Thorne. «Elara. La interconexión es una debilidad. Te hace vulnerable. Te vuelve blanda. No se puede construir una sociedad sobre la empatía. Se construye con la lógica, con la escasez, con el control».

A través de la esfera de luz, el Corazón de la Humanidad respondió. No con palabras, sino con un pulso de luz cálida y poderosa, una onda de empatía que intentaba contrarrestar la fría lógica de los ingenieros. El pulso era una verdad simple: el universo no se construía con el control, sino con la conexión. La escasez era un concepto que la humanidad había inventado, y la competencia era una ilusión.

Pero la lucha no era solo en la mente de Elara. La influencia de Thorne y Ross se extendió por la conciencia colectiva, una plaga de ego y miedo que intentaba corromper la incipiente paz. Los vaciados, que antes se abrazaban con alegría, ahora se miraban con desconfianza. Un pequeño rumor, un murmullo de que la escasez era real, de que los recursos se agotarían, de que la utopía era una mentira, se extendió por el refugio. Los vaciados no sabían de dónde venía el miedo, pero lo sentían, y comenzaban a cerrarse de nuevo, a volver a sus viejos hábitos de aislamiento y desconfianza. La espiritualidad que había florecido en el corazón de la humanidad se estaba enfrentando a su mayor amenaza: la ideología del control.

La intrusión telepática de los ingenieros fue tan abrupta como el puño de un martillo contra un cristal. Kael, viendo el rostro de Elara contraído por la angustia, puso una mano en su hombro. «¿Qué es lo que sientes, Elara? Dime».

Elara intentó explicarlo, pero su voz no era suficiente. El Corazón de la Humanidad, como un traductor entre dimensiones, amplificó su sentir y proyectó una serie de imágenes en la mente de Kael y del Forjador. No eran visiones de guerra ni de destrucción, sino de una fría y opresiva lógica. Kael vio ciudades geométricas y monótonas, donde cada persona era una pieza de un engranaje, y la libertad era un concepto obsoleto. El Forjador vio un mundo sin empatía, donde la tecnología era una herramienta de dominación y la vida se medía en términos de productividad.

«Es la antítesis del Corazón de la Humanidad», murmuró El Forjador. Había estado monitoreando la actividad energética de la esfera, y lo que había detectado ahora tenía una explicación. «Es una señal de resonancia cuántica. Un eco de otra realidad. El ego de Thorne y Ross está interfiriendo con la conciencia colectiva. No es un ataque físico, sino una plaga ideológica».

La voz del Forjador se llenó de un profundo sentido de impotencia. El enemigo que enfrentaban no era un ejército, sino una mentalidad. Una que era tan potente que podía corromper el incipiente despertar de la humanidad con tan solo tocarlo.

Apolo, sintiendo la angustia de sus humanos, se acercó a El Forjador. El perro no gruñía ni se movía, simplemente se sentó a su lado,  con sus ojos fijos en la pantalla de la consola. El Forjador, al sentir la conexión de Apolo, sintió una oleada de calma que lo inundó. «Él… lo siente. Lo rechaza».

La conexión de Apolo con la nueva realidad era tan pura que su presencia servía como un escudo, una barrera natural contra la influencia de los ingenieros. El Forjador se dio cuenta de que la respuesta a la amenaza no estaba en la tecnología que él había creado, sino en la empatía que la humanidad estaba redescubriendo.

«Tenemos que actuar», dijo Kael, su voz era un eco de su antiguo yo, un hombre de acción. «No podemos quedarnos aquí. La amenaza es real y está creciendo».

Algo raro sucedeThorne y Reed